En todo relato siempre se repiten una serie de elementos, que han pervivido desde que el ser humano es capaz de contar historias. Estos son el héroe, el antagonista y la lucha. Son el motor de la narración, lo que hace que lo estático adquiera movimiento y, como una máquina puesta a punto, haga avanzar la acción de forma trepidante. Al ser humano le gusta contar relatos, y son sin duda la mejor forma de persuadir.
Los totalitarismos del siglo XX fueron hábiles para usar estos elementos como recursos retóricos, aunque no se quedan solo en la persuasión. Un régimen en el que una persona o partido acumula todos los poderes del Estado se inmiscuye en la democracia de forma sutil y paulatina, disfrazado de otra cosa, como ocurrió en los años 20 en Italia, Alemania o en la Rusia de Lenin. Los discursos que usaban se convirtieron en herramientas de manipulación calculada, cuyos mecanismos funcionaban siempre de la misma forma: con la forma del mesianismo político.
Las caras del totalitarismo
Tomemos el caso de la Alemania nazi. Encontraremos un país derrotado, con unos niveles de inflación con los que “el dinero había dejado de tener valor y en muchos casos hubo de procederse al pago con especie” (Comellas, 1998, p.280), y que además debía pagar una suma de 1500 millones de dólares anuales a los vencidos. Un país humillado y resentido, sumido en el paro y el hambre. Este clima de conflicto identificaba un responsable claro: el Tratado de Versalles, y por extensión Francia e Inglaterra. El liberalismo burgués de occidente y el exhausto pueblo germano; los opresores y los oprimidos. El binomio perfecto para insertar un relato épico.
En este clima de conflicto, aparece como descendiendo de los cielos un personaje fundamental: el salvador. Adolf Hitler, hijo de un aduanero de Barnau, llegó al poder de forma democrática, con 288 diputados en las elecciones de 1933, tomando este discurso victimista de opresores y oprimidos y mostrándose como la salvación de Alemania. El líder que salva a su pueblo.
¿Qué pueblo? Este elemento de la narración resulta fundamental: es en torno a lo que se sustenta la ideología del partido. En los regímenes autoritarios se diluye el límite entre partido y pueblo, se funden en un mismo ente, pero con “pueblo” no nos referimos a todos los ciudadanos alemanes. El verdadero pueblo alemán es el que define su identidad por la negación de la otredad, de aquello que no se quiere ser.
Los jóvenes, sanos, fuertes, trabajadores… esos son los elegidos para ser salvados, los que en un tímpano medieval estarían a la derecha del pantocrátor. Hitler en el centro y su ejército de hombres de pelo rubio y ojos azules a la derecha. Todo lo demás merece ser condenado, y el propio régimen sería el ejecutor de la sentencia: viejos, católicos -el nazismo era profundamente anticlerical-, gitanos, judíos.
Tímpano de Santa Fe de Conques
El verdadero pueblo alemán, eugenésico, ateo y trabajador, no sabe de individuos, solo de el nosotros y la colectividad. Se comporta como un rebaño, tanto por su inconsciencia como por su carácter gregario. No se necesitan hombres cultivados, merced a las quemas de libros que todos recordamos de las películas, sino una masa informe en la que cada uno es igual de reemplazable que su vecino. Todos son uno, y nadie es él mismo.
El Fürher, amado líder que hace el voto cuasi sagrado de salvar a los suyos, no es otro que la personificación del espíritu de la colectividad. El wolkgeist del que hablaba el romanticismo alemán se convierte en otra cosa, en una fuerza inmortal que vive en el conjunto de los alemanes y se expresa mediante la dextra dei de Hitler.
Mujeres y niños saludando al Führer
Ya tenemos todos los elementos del drama: nuestro héroe salvador, el enemigo al que derrotar para liberar a los suyos. Solo nos falta la lucha, la travesía por el desierto hasta alcanzar la tierra de la que mana leche y miel. El proyecto de construir una nueva Alemania desde las cenizas que había dejado la Primera Guerra Mundial culmina con la victoria del III Reich sobre los enemigos de la nación.
Alemania inicia así su camino a la guerra, mediante la industrialización, el rearme y el reclutamiento masivo. Todo lo que ponía en marcha la golpeada economía alemana y que daba a los padres la seguridad de poder mantener a sus hijos, de saber que iban a estar cuidados bajo el manto protector del Fürher, convenció a muchos de las bondades del nacionalsocialismo.
Esta es la forma en la que se monta el cuento de la manipulación, siempre los mismos elementos y el mismo final. Los populismos y el radicalismo del primer cuarto de nuestro siglo usan los mismos mecanismos, da igual que sea contra la “casta” o los “progres” porque lo esencial es mostrarse como la víctima de un opresor enemigo, y ofrecer la promesa de una salvación al alcance de la mano. Al ser humano le gusta contar relatos, porque como dice la canción “con un poco de azúcar, la píldora pasará mejor”.
Fuentes:
J. L. Comellas. (1998). Historia breve del mundo contemporáneo. Madrid: Ediciones Rialp.
El Diálogo de la lengua (ca. 1535) de Valdés es una obra que se aproxima a la questione della lingua, la controversia sobre el uso de las lenguas vulgares en Italia, cuyo debate había suscitado la publicación de De vulgari eloquentia de Dante. Valdés, adoptando una forma de prosa didáctica como es el diálogo, se propone hacer una obra en la que explicar los principios de la lengua castellana, tanto su origen como las reglas que él considera apropiadas para su manejo.
Su obra está influida por el erasmismo, con el que tuvo un primer contacto en la Universidad de Alcalá, donde estudió artes liberales y que se había convertido «en un foco de irradiación de las doctrinas de Erasmo»[1]. La defensa que hace en el Diálogo responde a un «fin eminentemente práctico conciliando en sus sistema la política imperial, la doctrina de Erasmo y la religiosidad reformista»[2], motivo por el que escoge el formato pedagógico del diálogo y por el que la puesta en valor del castellano se hace desde una perspectiva renacentista.
El cómo hace esa puesta en valor es lo más significativo de su mensaje, pues insiste en que el ámbito de la lengua vulgar es el uso común. Es en el habla donde el castellano se forma y evoluciona, y por tanto no se lo puede tener en la misma estima que el latín, paradigma de la lengua culta. No obstante, ello no significa que no se la pueda dignificar en tanto lengua vulgar. El objeto de este ejercicio analizar la defensa que hace Valdés del castellano, poniéndola en relación con la otra lengua vulgar mencionada, el toscano, y qué función desempeña en el diálogo la comparación con otra lengua romance.
Erasmo de Róterdam
En una primera aproximación, se puede profundizar en los interlocutores. Valdés escoge un diálogo entre cuatro personajes «para otorgar a cada uno de ellos una función nítidamente delimitada respecto a su aportación al estudio de la lengua»[3]. Encontramos que Valdés se erige a sí mismo como maestro, por su condición de hombre de letras de origen castellano, frente a dos italianos, cada uno con distinto grado de conocimiento de la lengua vulgar, y Pacheco, natural de la lengua, pero sin conocimientos teóricos. Destacamos la figura de Marcio, cuya lengua materna es el toscano, y que está en el mismo nivel de conocimientos lingüísticos que Valdés: no se limita a ser discípulo, sino que entra en polémica y no deja de provocar a este, por ejemplo, con la constante mención de Nebrija:
MARCIO.- Pues Librija…
VALDÉS.- No haya más Librija, por vuestra vida.
MARCIO.- ¡Picasteis! Pues más de otras diez veces os haré picar de la misma manera. (p. 163.[4]
Valdés, Juan de. Diálogo de la lengua
Con estos [5]intercambios, Marcio y Valdés se convierten en rivales dialécticos, casi personificaciones más que meros representantes de castellano y toscano. Intervenciones rápidas como esta introducen la comicidad para aligerar su lección sobre la lengua.
Desde el principio del Diálogo el autor explicita que no se pueden tomar ambas lenguas en la misma consideración por la cuestión de las autoridades. Valdés dirá «he aprendido la lengua latina por arte y libros, y la castellana por uso» (p. 117.), distinguiendo así dos referentes para la adquisición de una lengua. Esta misma distinción la hace más adelante entre el toscano y el castellano: «la tengo [la lengua castellana] por más vulgar, porque veo que la toscana está ilustrada y enriquecida por un Boccaccio y un Petrarca» (p. 119). Deshecha desautoriza numerosas veces la Gramática de Nebrija, arguyendo que como andaluz no tenía un conocimiento adecuado del castellano. Laplana sugiere que el descrédito a Nebrija, más que por el regionalismo, fuese por un conjunto de factores, entre los que se cuenta el rechazo a su obra por parte de otros humanistas como Juan de Maldonado o Palmireno. Sin embargo, tampoco se posiciona a favor de la obra de Pietro Bembo, Prose della volgar lingua, una obra similar, aunque posterior a la nebrisense, cuando dice «a muchos he oído decir que fue inútil su trabajo» (p. 118).
Con ello postula que no se puede hacer una aproximación teórica a las lenguas vulgares en general, sino que el referente ha de estar en obras originales en la misma lengua, pero además niega la existencia de este tipo de autoridades en castellano. Desestima el Amadís, paradigma literario, por intentar imitar el estilo de la época en que sucedió la historia. También será crítico con las Trescientas e incluso con Celestina¸ a quien incluso confiesa admirar en tanto obra. La conclusión de Laplana es que «no existen en lengua castellana modelos equiparables en su riqueza y sofisticación a Boccaccio y Petrarca que puedan servir como autoridad lingüística» (p. 41).
Tras descartar estas autoridades, se limitará a dar una serie de indicaciones de cómo usar correctamente la lengua basándose en el uso que hace él de la misma, es decir, en su criterio personal. De forma indirecta él se convierte en autoridad, fijando lo que es propio o impropio en el uso del castellano siguiendo muchas veces su intuición: «A esso no os sabré dar otra raçón sino que porque assí me suena mejor he mirado que assí escriven en Castilla los que se precian de escrevir bien» (p. 160).
Manuscrito de Madrid (Biblioteca Nacional de España)
La única concesión que hace es al refranero[6], o lo que Jiménez Berrio denomina unidades fraseológicas con fines didácticos e ilustrativos[7]. «Lo mejor que los refranes tienen es que son nacidos en el vulgo» dirá Valdés, y así fija como máxima autoridad en castellana ese «uso común del hablar»[8]. Va más allá cuando incluye también entre sus ejemplos ilustrativos algunos villancicos que recoge de cancioneros. Aunque niega que el verso sea apropiado para aprender una lengua, esta poesía de cancionero sí lo es por su naturaleza popular.
A pesar de estas diferencias en lo literario, en lo diacrónico tienen un nexo común: el origen latino de ambas lenguas. Ambas, con sus respectivas influencias posteriores y evoluciones, cuentan con un amplio número de latinismos, pero Valdés no duda al afirmar que el toscano es más perfecto pues sus voces latinas están menos corrompidas:
« (…) la corrupción de los vocablos ha sido tanta y tan grande, que solo por esto ay algunos que, contra toda razón, porfían que la lengua toscana tiene más de latina que la castellana. (…) hallo que la lengua toscana tiene muchos más vocablos enteros latinos que la castellana, y que la castellana tiene muchos más vocablos corrompidos del latín que la toscana.» (p. 267).
Valdés, Juan de. Diálogo de la lengua
El latín se impone como paradigma de lengua elevada, y servirá de marco de referencia para la puesta en valor tanto de castellano como toscano. De hecho, cuando a Valdés se le pregunta por normas gramaticales, emplea términos de casos latinos (ablativo, dativo y acusativo) debido a que los estudios lingüísticos se habían limitado hasta entonces a las lenguas cultas.
A pesar de ello, no duda en destacar los aspectos en los que el castellano tiene cierta superioridad. El ejemplo más claro es el pasaje que dedica a los vocablos equívocos, a los que resalta como elementos que fomentan la creatividad del hablante, lo que halagarán sus interlocutores italianos. De hecho, se referirá en los siguientes términos a la equivocidad del castellano: «aunque en otras lenguas sea defeto la equivocación de los vocablos, en la castellana es ornamento, porque con ellos se dicen muchas cosas ingeniosas muy sutiles y galanas» (p. 115). Por estos, Valdés entiende tanto palabras homógrafas como homófonas, que ilustra nuevamente mediante coplas y refranes.
En realidad, en este pasaje, no solo hace un elogio a la lengua, sino a la capacidad del español de jugar con el lenguaje, lo que enriquece enormemente el estilo. En este momento Valdés incluye nuevamente la comicidad, cuyo objetivo se alinea con el de los diálogos en general, la de enseñar y entretener. De hecho, esta equivocidad hace que «el humor alcance dimensiones metalingüísticas cuando vemos (…) un pero (conjunción adversativa) convertido en un pero (fruta) que se traga Pacheco»[9].
Alfonso de Valdés, hermano de Juan de Valdés.
Lo que Valdés no pierde de vista es que el Diálogo tiene una función didáctica, y por ello llega a dedicar una parte importante de este en explicar por qué, cuando escribe cartas a italianos, intenta acomodar la ortografía al receptor, italianizando el castellano. Esta puede ser la principal conclusión que se obtiene de analizar por qué Valdés escribe una obra sobre el uso del castellano con interlocutores extranjeros, hábiles en una lengua para la que tampoco reconoce un marco teórico como sí lo había entonces para el latín.
En definitiva, vemos que no hay una comparación como tal entre las dos lenguas vulgares, pero el toscano sirve a Valdés como referencia para elaborar su discurso. Ambas son consideradas iguales en tanto que vulgares, pero establecer sus diferencias es ilustrativo a la hora de dar al castellano identidad propia, tanto en su historia como en su uso. No te limita a poner una lengua por debajo de la otra, sino que la dignifica desde un punto de partida distinto, patente en las autoridades a las que recurre.
Por ello mismo es tan interesante la presencia de más de un interlocutor, con distinto grado de conocimiento de castellano, y que procedan de lenguas maternas distintas. Laplana afirma que «el diálogo posibilita la aparición de matices que otorgan al texto valdesiano una riqueza incomparable»[10].
Retrato de Carlos V
En cuanto a motivos ulteriores que pudiera tener Valdés, encontramos que con su defensa de la lengua castellana está también respondiendo al «símbolo renacentista de una lengua acompañando al Imperio»[11] La idea de una lengua que vaya de la mano de la política imperial de Carlos V cobra fuerza cuando además sabemos que el Diálogo fue escrito en Nápoles, donde el emperador reinaba con el nombre de Carlos IV, y podemos suponer que es allí donde también se ambienta la obra.
Valdés no se limita a hacer una defensa del castellano, sino a elaborar un manual de uso, con sus propias normas gramaticales, ortográficas y estilísticas, y librar así a la lengua de la afectación que viene criticando durante toda la obra. Su máxima «sin afetatión alguna escribo como hablo»[12] resume perfectamente el propósito de dar las indicaciones apropiadas para un uso natural y moderno del castellano. Y además este propósito unificador se alinea con la concepción de Monarquía Universal que se remonta a los Reyes Católicos.
[1] Valdés, Juan de. Diálogo de la lengua ed. E. Laplana, Barcelona, Crítica, 2010, p. 12.
[2] Madrid Gutiérrez, M.ª Dolores “Juan de Valdés y su Diálogo de la lengua. Un testimonio histórico del estado de la lengua española durante el primer tercio del Siglo XVI”, Coloquio 2012 El español y la cultura hispánica en la ruta de la seda, editores María del Pilar Celma Valero, María Jesús Gómez del Castillo y Susana Heikel, Tashkent (Uzbekistán), 2012, p. 89.
[6] Laplana sostiene que aunque su intención no era la de hacer un recopilatorio de refranes, convierte a Valdés en uno de los primeros paremiólogos españoles del Renacimiento (Op. Cit p.51).
[7] Jiménez Berrio, Felipe “El Diálogo de la lengua y el Tesoro de la lengua castellana o española: dos refraneros excepcionales de los Siglos de Oro”, Res Diachronicae, N.º. 8, 2010, p. 30. Berrio destaca que “no solo transmite conocimientos puramente gramaticales, sino que también —aunque no fuera su intención última— claves sociolingüísticas para el buen manejo del idioma en cualquier situación comunicativa y, en definitiva, para un mejor conocimiento de la sociedad española contemporánea del autor” (Ibid. p. 35).
Largos trajes oscuros, kipá y sombreros altos, tirabuzones que cuelgan perfectos a ambos lados de la cara. Es la imagen de jaredíes, judíos ultraortodoxos que viven en barrios cerrados y aislados del mundo moderno. Sus vidas se rigen única y exclusivamente por la Torá, entregada por Dios a su pueblo en el Sinaí, y es a su estudio a lo que se dedican en las conocidas como escuelas talmúdicas o yeshivás. En hebreo, jaredí (haredim) se traduce como “los que tiemblan ante Dios”, tan estrictamente siguen las leyes divinas.
Shulem y Nuhkem Shtisel
En el cine, se nos los muestra caricaturizados o resaltando la ausencia de libertades individuales que implica su forma de vida. Nosotros, los goyim, los miramos con el paternalismo propio del occidente laico que se ve como epítome de la civilización, que empieza a olvidar el significado de tradición y que no comprende cómo estas comunidades pueden encerrarse en sí mismas y dar la espalda al presente. Shtisel no es así.
Esta producción israelí nos enseña la vida y problemas de una familia ultraortodoxa que vive en un barrio de Jerusalén, que acepta y abraza su fe y sus normas. No juzga la religión ni la presenta como el enemigo del individuo, sino que muestra escenas costumbristas que quieren resaltar el lado humano y cotidiano de quienes viven en estas comunidades. La religión aquí funciona como marco al que se adhieren los personajes, no como una jaula de la que deseen escapar.
Escena en la que se celebra la circuncisión de un recién nacido
Lo que la hace una serie tan atractiva es que nos habla de algo tan universal como las relaciones familiares, el amor o la muerte de los seres queridos. Todo ello se tiñe de oraciones y bendiciones en hebreo, pero estas no son nunca protagonistas de la historia: son un contexto. Al principio sorprenden gestos como repetir “Bendito seas Señor, Rey del Universo, cuya palabra todo lo crea” antes de beber agua, pero uno termina obviando estos detalles y aceptándolas como las normas de un juego del que somos espectadores.
Los Shtisel son personajes muy humanos, alejados de toda representación caricaturesca, aunque sin hacer tampoco un retrato idealizado del judaísmo jaredí. No hay héroes ni villanos, solo hombres y mujeres imperfectos que cometen errores como cualquier hijo de vecino, y que tienen que hacer frente a las consecuencias de sus actos. Todo ello es mostrado con una delicadeza e intimismo conmovedores, tratado desde la ternura de los lazos familiares y a la vez cargado de símbolos que hacen que vaya más allá de los clásicos dramas televisivos.
Cada mañana, durante 38 años de matrimonio, tu madre, en paz descanse, se despertaba temprano y sacaba la mantequilla del frigorífico para que cuando yo volviese de la oración estuviese blanda y lista para comer ¿Lo entiendes?
Shulem Shtisel
En ello radica la genialidad de Shtisel, en que te hace partícipe de la vida cotidiana del Otro para ver cómo su religión se entreteje con el día a día sin juicios ni reproches. Abre una mirilla por la que espiar sus costumbres, extrañarnos o admirarnos de ellas, pero sobre todo para ver más allá de los trajes largos y tirabuzones en la sien. Las creencias y costumbres son distintas, pero la realidad es que hay constantes en la existencia humana que se dan en todas partes, tanto en grandes ciudades como en barrios ultraortodoxos de Jerusalén. Aquí lo humano se sobrepone a una determinada cultura.
Sin pretender hacer apología de nada, es vital que se comprenda la necesidad de más obras audiovisuales como estas, que nos saquen de nuestro etnocentrismo y nos sumerjan en el contexto del Otro. Del desconocimiento nacen el miedo y el odio, pero lecciones sutiles de empatía como esta pueden aportar algo para evitarlo. Y luego allá cada uno con sus conclusiones.
En medio de la Soria fría e inhóspita, junto a una ladera a kilómetros de la población más cercana, se eleva una palmera de piedra. Es el nombre que recibe popularmente el machón central de la ermita de San Baudelio, cerca de la localidad de Casillas de Berlanga.
La apodan “monasteriolo”, pues la pequeña iglesia no mide más de apenas ochenta metros cuadrados. Conecta con una gruta excavada en la montaña. Debió ser refugio de una reducida comunidad de monjes que se tomó muy en serio aquello de fuga mundi.
Lo que más impresiona al viajero que entra en ella es su excepcional arquitectura. Bajo la tribuna, escondido, hay un diminuto bosque de columnas que imita las salas de oración de las mezquitas. Del machón central nacen ocho arcos de herradura, como ramas estirándose, que sujetan la bóveda del edificio, en una alusión al árbol del paraíso
Imagen de sorianitelaimaginas.com
Lo más espectacular son los frescos que la revisten, o que lo harían si no estuviesen desperdigados por distintos museos del mundo. Lo único que queda ahora de esta “Capilla Sixtina” del prerrománico son apenas unas sombras. Los muros de este oasis en medio de la llanura soriana estaban revestidos con escenas del Evangelio, con motivos animales y escenas de caza que distintos autores han querido relacionar con el camino del alma y las virtudes cristianas.
La causa del desnudo
Lo cierto es que es que el expolio es un síntoma de lo que en España se ha valorado el patrimonio artístico y cultural hasta hace relativamente poco. Durante años sirvió de corrala donde guardar ovejas y hasta 1917 no fue declarada Monumento Nacional. Tanto podemos ignorar lo que tenemos.
Pronto, coleccionistas y compradores internacionales pusieron el ojo en San Baudelio. Un día de verano de 1922 se presentaron 20 vecinos de Casillas, propietarios del monasteriolo, en la Comisión de Monumentos de Soria, anunciando que habían recibido una oferta. Leon Levi, marchante de arte, había ofrecido 50.000 pesetas por losfrescos.
Detalle del friso inferior
A pesar de la negativa de la comisión, pronto corrió la noticia de que la venta se había realizado por cerca de 70.000 pesetas. Pronto la noticia llegó a oídos de las autoridades locales.
El 3 de julio, el capitán de la Guardia Civil de Berlanga (…) recibió la confidencia de que varios extranjeros estaban trabajando día y noche en la ermita de San Baudelio para arrancar las pinturas que decoraban sus muros interiores.
Tras el chivatazo, la benemérita se presentó de madrugada en la ermita, para encontrar efectivamente a dos de los hombres de Levi, y los muros cubiertos de lienzos. A esto siguió una persecución policial a un vehículo sospechoso que salía de Casillas, digno de película. Desafortunadamente, el coche escapó, y los muros ya habían sido despojados.
La opinión pública explotó. Se iniciaría entonces un largo proceso judicial que llegaría al Tribunal Supremo y que duraría hasta 1925, sorprendentemente, con fallo a favor del marchante. Al parecer, el despojo se había hecho al amparo de la ley, pues las Cortes consideraron que el arranque de las pinturas no suponía un deterioro del edificio, como si los frescos no fuesen parte del interés artístico e histórico de la ermita.
El Camello: contraste entre las transferencias «in situ» y el panel de el Prado
Lo más sangrante
Las pinturas fueron trasladadas, y de ellas solo nos quedan vestigios y siluetas. La mayoría están en museos norteamericanos, muchas en The Cloisters del Metropolitan. Pero eso no fue lo más dramático. El Gobierno permitió el escandaloso intercambio entre el Metropolitan y el Prado, por el cual se devolvían tres paneles de San Baudelio a cambio del ábside de otra iglesia segoviana, San Martín de Fuentidueña. Hoy se pueden ver los lienzos en el museo madrileño.
Tanto el expolio como el cambiazo nos hacen llevarnos las manos a la cabeza. Lo que más nos escuece es que sean hechos tan recientes ¿Cómo es posible que hayamos tardado tanto en valorar nuestro patrimonio artístico? No hablamos solo de reconocer y apreciar lo que tenemos, sino de poner medios para su cuidado y preservación. San Baudelio ahora está desnudo, y es una visión tan digna de lástima que inspiró Gerardo Diego a escribir lo siguiente:
Elaboración propia
Bibliografía: MARTÍNEZ RUIZ, M. J. “La venta y expolio del patrimonio románico de Castilla y León: el caso de las pinturas murales”. La diáspora del románico hispano: de la protección al expolio Valladolid, 2013, pp. 11-57.
Olvidada por la tierra que la vio nacer, exiliada de todas partes, opacada por los pintores del movimiento surrealista: así ha tratado la historia a una de las artistas españolas más enigmáticas y brillantes. Remedios es una de muchas pintoras que, tras décadas en segundo plano, son «descubiertas» a posteriori. Ahora, nos toca compartirla con México, que la reivindica como suya, y con razón, pues fue allí donde desarrolló gran parte de su obra y donde permanecen la mayoría de sus pinturas.
Nació en Anglès, en 1908. Fue de las primeras mujeres en ingresar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, pasando el examen con tan solo quince años. Durante los años 30 se estableció en Paris para alejarse de la guerra, acompañada de Péret, de quien se enamoraría en Barcelona. Allí se codeó y bebió de los fundadores del movimiento surrealista: el mismo Péret, Bretón, Eluard…, pero sin destacar, como también ocurriría a Leonora Carrington o Dora Maar. La crítica de arte no siempre ha sido justa con mujeres que no tenían qué envidiar a hombres de apellido con más eco.
Remedios pintando en su casa
No obstante, esta primera formación fue determinante para que empezara a desarrollar un simbolismo propio, un universo personal y un discurso visual que dista mucho de otros artistas del movimiento, y que llegará a su plenitud cuando la invasión nazi la lleve a exiliarse a México. Hay quienes, de hecho, prefieren considerarla pintora simbolista antes que surrealista.
Su estilo y lenguaje recibe muchas influencias, tanto de pintores como el Greco o el Bosco (de quienes recogerá esa atmósfera sobrenatural y las figuras estilizadas), como de sus inquietudes por la magia, el esoterismo, la alquimia y el psicoanálisis. Veremos en su obra vestigios de todas esas disciplinas, que conjugan la naturaleza con la experimentación científica, el mundo físico con lo místico.
Mujer saliendo del psicoanalista (1960)
Cada obra suya cuenta con un discurso individual, casi como si narrara un cuento o una fábula sobre la propia naturaleza humana. Aun así, hay muchos símbolos constantes, que proporcionan una unidad al conjunto de su producción, y que proceden directamente de los temas metafísicos por los que sentía debilidad.
La alquimia, por ejemplo, es una de sus principales inspiraciones. Se interesó mucho por una ciencia que, más allá de la transmutación de metales en oro, buscaba comprender los principios constitutivos del universo. En realidad, el oro simbolizaba la perfección, pero no solo a nivel químico, sino que se refería a la perfección espiritual. Lo que Varo nos relata es ese desarrollo individual, equiparable a la transformación de la materia.
El viaje
Hay infinidad de símbolos, pero destacamos dos fundamentales para comprender la narrativa de sus pinturas: el viaje y la torre. Son dos caras de la misma moneda, las vías para alcanzar el conocimiento y esa plenitud anterior.
“En su imaginario pictórico, la intimidad de la torre (introversión) y la actividad viajera (extraversión) constituyen rutas paralelas que se conjugan en el conocimiento del sí mismo y del mundo”, resume Alma Barbosa.
Vemos obras protagonizadas por vagabundos, peregrinos, caminantes por caminos inhóspitos, a veces con la casa a cuesta, significando tanto la libertad como el arraigo. Ese viaje exterior es metáfora del viaje íntimo, de la introspección, que hace el individuo al crecer hasta llegar a una “perfección”. Es, no obstante, un viaje solitario y silencioso el del autoconocimiento.
La torre
No es raro ver que combine esto con la torre. Esta es a su vez metáfora del conocimiento, pues es entre las paredes de un espacio íntimo donde se puede dar rienda suelta a la creatividad, tanto para el arte como para la comprensión del mundo. Vemos torres donde se juega con los astros, con elementos de la naturaleza, con la música, con la pintura… ahí dentro se gesta el conocimiento.
Remedios moriría a los 55 años de un infarto de miocardio, habiéndonos dejado una inmensa producción, tanto en cantidad como en significado. “El surrealismo reclama toda la obra de una hechicera que se fue demasiado pronto”, escribiría Bretón tras su muerte.
Cuando más graciosísimas damas, pienso cuán piadosas sois por naturaleza, tanto más conozco que la presente obra tendrá a vuestro juicio un principio penoso y triste, tal como es el doloroso recuerdo de aquella pestífera mortandad pasada, universalmente funesta y digna de llanto para todos aquellos que la vivieron o de otro modo supieron de ella, con el que comienza.
Así empieza la obra maestra de Boccaccio, el padre de la prosa en italiano. En 1384 Europa vivió una terrible epidemia, introducida por las ratas a través de las rutas comerciales con Asia (en este caso, no sabemos si hacían sopa con ellas) y que acabaría con cerca de un 60% de la población.
Escapando de este terrible panorama, diez jóvenes florentinos se exilian al campo, y enmarcados por este locus amoenus, se nos cuenta cómo pasan los días posteriores intentando evadirse contando cada uno un cuento al día, durante diez jornadas.
Una historia del Decamerón, «Isabella y la maceta de Albahaca», de John Everett Millais
Aunque la novedad de Boccaccio no estuvo en la imbricación de una sucesión de historias mediante un hilo conductor, sí que fue una obra innovadora. Si bien la técnica de hilar cuentos bajo un marco principal se remonta a la tradición cuentística oriental, como vemos en obras como el Calila y Dimna o el Panchatantra, que marcaron la pauta de la prosa medieval en toda Europa, el Decamerón fue una de las primeras composiciones que acuñaron el término “novela”.
En su proemio el autor se refiere a cada uno de los cuentos o fábulas que narrarán sus personajes con ese término “novelas”, de hecho, se le dará así sobrenombre a la obra (il libro delle Centonovelle), y sobre principios del S. XV se hará una traducción parcial al castellano, que hoy en día se conserva en el Escorial, titulada así: Libro de las ciento novelas que compuso Juan Bocacio de Certaldo.
Si bien el autor la usaba como sinónimo de cuento, cosa que se hizo hasta el S.XVI, lo hacía siendo consciente de lo que separaba a su obra de las recopilaciones de exempla medievales: un arte de narrar que se anteponía a la finalidad didáctica del texto.
Giovanni Boccaccio, grabado de 1822
Y es que los diez jóvenes dedicarán esos diez días de exilio a contar historias meramente por disfrute, por recreación, poniendo más bien poca atención en la faceta moralizante del cuento. Es por ello por lo que encontramos narraciones con temas que van de lo trágico a lo cómico, de lo reflexivo a lo sensual y erótico. Abundan las metáforas sexuales, los dobles sentidos, las insinuaciones… y escenas algo más explícitas.
Ahora bien, no se trata meramente de “un libro de jóvenes en celo” como lo llamaría Ernesto Filardi (recomendamos encarecidamente leer su artículo). Boccaccio tocará temas reflexivos y más espinosos, como en el cuento del judío Melquisidech, en el que se plantea la cuestión de la religión verdadera. Cuando el judío es cuestionado al respecto, tendrá el ingenio de contar otro cuento (un tercer nivel narrativo, si llevamos la cuenta, y un ejemplo claro de narración en marco) cuyo final… no vamos a desvelar.
Del Decamerón, podemos quedarnos con que, además de que es una lectura muy recomendable para estos días, durante tiempos de epidemias en los que nos ahogamos en preocupaciones y miedos, todavía hay tiempo de encontrar nuestro locus amoenus (quedándonos siempre en casa) y evadirnos como siempre ha hecho el hombre: inventando, contando, viendo y leyendo historias.
El mundo está dividido, principalmente entre el nosotros y el ellos. Pero el ellos es heterogéneo, es diverso. Lo que es toca a lo que es, en palabras de Parménides, pero lo que separa una civilización de otra, una cultura de otra, es más que una línea fronteriza. Es una forma radicalmente distinta de ver el mundo y de entender al hombre, por lo que no es de extrañar que a veces haya choques.
Kapuscinski lo describe muy bien. Él era corresponsal, la que es considerada la forma más elevada (no juzgamos si justa o injustamente) de periodismo. Su profesión privilegiada, la de narrador de la historia presente, le llevó a conocer prácticamente todo el mundo, y por eso entendió perfectamente lo que significa Otredad: el que no es como yo, el que me es ajeno. El término llega incluso a cosificar a aquellos a quienes designamos, pero parece irremediable caer en algo así. Parece que solo unos pocos sienten un deseo irrefrenable de adentrarse en eso tan desconocido para intentar comprenderlo. Y Kapuscinski llama a los de esa especie reporteros.
Ryszard Kapuściński
El historiador hace una radiografía del pasado a través de materiales que, en palabras de José Luis Comellas, están “ahí”. Pero hacer historia de la actualidad es más complicado, pues es algo sobre lo que no tenemos distancia: está “aquí”. Ese es el hándicap del periodista que está obligado a hacer historia del tiempo presente. ¿Cómo tener esa perspectiva alejada? ¿Cómo evitar la distorsión que provoca estar conviviendo con los hechos? La respuesta puede estar en aproximarse lo más posible a ese Otro, en fundirse con él.
En “Viajes con Heródoto” nos relata el choque cultural que sufrió al salir de la Polonia comunista de los años sesenta, profundamente cerrada en sí misma, para hacer su primera labor de corresponsal. Aquel viaje a la India fue como un despertar para él: estaba inmerso en la Otredad, empapándose de lo que hay más allá de la patria chica. Desde entonces no dejó de recorrer el globo, acompañado siempre por un ejemplar de la “Historia” de Heródoto, que imaginamos con los años cada vez más ajada.
Así, de la mano del griego que también recorrió el mundo, nos traslada las revelaciones a las que llegó durante los primeros años de su profesión: la insalvable frontera del idioma para comprender una cultura, ya que una lengua es un reflejo de una forma de pensar y entender el mundo; que la libertad abre el camino a la gloria de la civilización, pues solo entonces el individuo tiene dignidad; que la brutalidad y la violencia son un recurso para la narración, pero llevan en el ADN humano desde la Antigüedad y no dejan de ser tan reales como nosotros mismos.
Lo que hacen en realidad, tanto el historiador como el reportero, es documentar la realidad: dar fe de que los hechos han ocurrido, y que han ocurrido así. No es únicamente la curiosidad por descubrir el mundo; va más allá. Lo importante es comunicar, dar a conocer. En el fondo el trabajo de ambos es el de relatar, porque no puede ser privilegio de unos pocos el haber visto qué hay más allá de mi horizonte. Ese Otro, del que no hemos dejado de hablar, en el fondo debe ser un reflejo en el que reconocernos a nosotros, o incluso llegar a comprendernos mejor.
Ahora bien, la profesión de esos pocos es ardua. Kapuscinski y Heródoto pasaron la vida viajando, dando tumbos de un lado a otro buscando respuestas a preguntas similares, trasladándose a menudo, condenados a una vida solitaria. Sin echar raíces en ninguna parte, porque dejan parte de su ser en todos los sitios a los que van, necesitan vivir en tránsito. ¿Cómo resistir sin llamar patria a ninguna parte?
¿Qué lo impele cuando, intrépido e incansable, se lanza a su gran aventura? Creo que una fe llena de optimismo —que nosotros hemos perdido hace ya tiempo— en que es posible describir el mundo.
La serie del caballo ha terminado, y parece que nos ha dejado un poco más huérfanos. La que ha sido, sin duda, una de las propuestas más ambiciosas y complejas de Netflix ha puesto punto final a la tragicómica historia de BoJack. Han corrido ríos de tinta desde que se estrenó el último capítulo (hace una semana escasa), y no hay mucho que no se haya dicho ya sobre la serie, pero ¿cómo no hacerlo?
BoJack no nos ha enseñado, como tal, nada que no hayamos visto en el camino de cualquier otro antihéroe cinematográfico: el hombre (o caballo) de mediana edad que lucha contra sus demonios, contra sus tendencias autodestructivas, contra sus adicciones y por el que, extrañamente, no podemos dejar de sentir compasión. Nos encanta su ambigüedad moral y su humor absurdo, su animación sencilla y ese universo en el que lo humano y lo animal se entremezcla, se confunde. Pero lo que más nos gusta, sin duda, es que consigue dar una vuelta a la perspectiva del antihéroe romantizado. Le juzgamos, a él y al resto de personajes, tan duramente como nos juzgaríamos a nosotros mismos, también porque es imposible no sentir que esta serie te pone un espejo delante de la cara.
Hay muchas cosas que podemos destacar, pero la idea que lleva acompañándonos a lo largo de sus seis temporadas es la de si, a pesar de todo, se puede uno considerar bueno. Ya se lo preguntaba BoJack en la primera temporada a Diane: Me conoces mejor que nadie. ¿Crees que es demasiado tarde para mí? Necesito que me digas que soy una buena persona. Y es que hemos recorrido con él 76 capítulos en busca de una redención que, si bien no ha terminado de llegar, tampoco es un castigo. Nadie quiere ver que no existe la salvación.
Homo hominis lupus, pero ¿hasta qué punto es esto verdad? No siempre depende de ser o no naturalmente bueno, sino de hacia dónde diriges tus decisiones y sobre cuáles crees que van a ser sus consecuencias. El caballo se considera una causa perdida, así que se mueve por el hedonismo más puro. No es hasta la entrada en escena de Hollyhock, su hermana pequeña, cuando encuentra de nuevo un motivo para vivir su vida. Pero es entonces cuando se da cuenta de que estaba en un pozo demasiado profundo (porque perro viejo…), y que, por mucho que intente hacer algo por los demás, la situación se terminará volviendo en su contra. No había salida.
En el penúltimo capítulo de la serie, “A medio camino” (“The view from halfway down”) todos los fantasmas de BoJack discuten sobre si dar tu vida por los demás la hace valiosa, o si en realidad no es más que un acto egoísta, una forma de encontrar satisfacción. ¿De qué sirve el sacrificio? Lejos de entrar en el debate sobre el altruismo, podemos encontrar en ello la clave de su círculo vicioso. Hasta ahora, todo lo que ha hecho, bueno o malo, apuntaba a sí mismo: incluso sus intentos de cambiar y dejar de causar daño no eran más que una forma de salvarse.
Pero el final de la serie deja la puerta abierta al cambio, que no es posible nunca sin el apoyo de quienes nos rodean. Mientras el resto de los personajes -intuimos- ha encontrado su sitio en el mundo, BoJack termina en la cárcel, sin perspectivas de futuro, sin autoestima, sin un sitio donde caerse muerto cuando salga del talego. Dudamos que pueda salir de la espiral en la que parece estar enjaulado.La caja de Pandora se ha abierto, pero siempre nos queda esperar que haya algo bueno en el horizonte para nosotros, y no podemos crecer sin gente a nuestro alrededor que esté dispuesta a perdonar nuestros errores, y sobre todo, que nos hagan querer ser mejores. El hombre es un lobo para el hombre, es cierto, pues busca su propia supervivencia, pero para ser buenos necesitamos de los otros.
Es prudente decir que a estas alturas todos habremos oído en algún momento este término que, poco a poco, se ha hecho hueco en los medios de comunicación. Su normalización llevó a que en 2018 la RAE la incorporara al diccionario, una victoria para los colectivos feministas, que la enarbolan como bandera. Sororidad hace referencia a la relación de solidaridad que se crea entre mujeres para alcanzar un objetivo común: la igualdad, el empoderamiento.
Se trata de un neologismo que en realidad cubre un importante vacío léxico, y su formación imita la de el término fraternidad, de frater, hermano, pero a partir del latín soror, hermana. Su uso se extendió a partir de los años 70, con el feminismo estadounidense (en inglés, sisterhood), y llegó al español a través de la antropóloga e investigadora mexicana Marcela Lagarde, que lo tradujo con la connotación feminista que hoy todos conocemos: “Encontré este concepto y me apropié de él, lo ví en francés, ‘sororité’ y en inglés, ‘sisterhood’”.
No obstante, el término como tal ya había sido empleado por una autoridad mucho antes, si bien de forma similar, no con los matices que ha adquirido. Pocos saben que, en realidad, la palabra sororidad la acuñó Unamuno en el prólogo de La Tía Tula(1921). En él hace una maravillosa reflexión antropológica y escribe lo siguiente:
«Así como tenemos la palabra paternal y paternidad, que deriva de pater, padre, y maternal y maternidad, de mater, madre, y no es lo mismo, ni mucho menos, lo paternal y lo maternal, ni la paternidad y la maternidad, es extraño que junto a fraternal y fraternidad, de frater, hermano, no tengamos sororal y sororidad, de soror, hermana. En latín hay sororius, a, um, lo de la hermana, y el verbo sororiare, crecer por igual y conjuntamente».
Así, pone distancia entre ambos términos, como si la hermandad cuando viene de hombres y mujeres no tuviese las mismas connotaciones. Y es que, de hecho, no son iguales. Unamuno pone como ejemplo a Antígona para ilustrarlo: “Sororidad fue la de la admirable Antígona, esta santa del paganismo helénico, la hija de Edipo, que sufrió martirio por amor a su hermano Polinices, y por confesar su fe de que las leyes eternas de la conciencia, (…), no son las que forjan los déspotas y tiranos de la tierra, como era Creonte”.
Antígona intenta dar sepultura a su hermano Polinices
Antígona muere por dar digna sepultura a su hermano, a pesar de ser este un traidor a la polis, un fratricida, una deshonra. Sófocles nos muestra cómo una mujer se enfrenta a la ley, a la ley positiva, la ley de los hombres, porque ve que hay algo por encima de ello: una ley moral, no escrita, pero que está grabada en nuestra conciencia, para con nuestros iguales. Creonte es símbolo de civilización, de lo que es civilizadamente justo; Antígona eleva lo humano, lo “doméstico”, en palabras del autor bilbaíno.
“¿Caben civilidad y civilización donde no tienen como cimientos domesticidad y domesticación?”
Quizás en eso reside el significado más profundo de la sororidad, el que todavía se reconoce cuando se hace mención hoy en día al término: en la sensibilidad de una hermana para detectar una injusticia y solidarizarse, compadecerse, sacrificarse. Sororidad es reconocer las desigualdades y apoyarnos unas a otras para hacer prevalecer lo que es moralmente superior.